domingo, 6 de noviembre de 2022

LA EPOPEYA DE ATRA-HASIS

LA EPOPEYA DE ATRA-HASIS
La Epopeya de Atra-Hasis es un magno poema que describe el origen del ser humano; figura en una copia hallada en Babilonia y manuscrita hacia el 1600 a. C. Expone cómo los dioses, cansados del trabajo que realizan sobre la tierra , arar o segar, deciden crear al hombre para realice sus arduas tareas . Modelan al ser humano con arcilla amasada con la sangre de un dios degollado, Tiamat; así pues, el hombre nace de la mezcla de sangre divina y barro terrestre, y aparece esclavizado al capricho de los dioses como sustituto de su labor sobre la tierra. La ciencia mesopotámica entendía que el ser vivo en sentido pleno era el ser humano; los animales tenían un aspecto vital subordinado al servicio del hombre; mientras los vegetales carecían de vida propia, eran simples frutos producidos por la tierra.
La ciencia sumeria requería de la teología para establecer el funcionamiento y determinar el sentido del cosmos. Los dioses, en sumerio «dingir», estaban agrupados en un panteón amplio y jerarquizado; presentaban aspecto antropomórfico, dotados de cualidades sobrehumanas , eran inmortales. Como hemos dicho, la jerarquía de los dioses reflejaba la estructura de la sociedad sumeria. Desde la perspectiva cosmológica, los teólogos sumerios clasificaron los dioses en «creadores» y «no creadores». Existían cuatro divinidades creadoras que regían las grandes áreas del cosmos: cielo, aire, tierra y mar superior. Los dioses «creadores» creaban las cosas que estaban en su área; a modo de ejemplo, el dios del aire era el creador de la luna, pues el astro estaba en su dominio. Los dioses «no creadores», asignados cada uno de ellos a una de las cuatro áreas del cosmos, dirigían, a las órdenes de los «creadores», los elementos de cada ámbito; continuando con el ejemplo, un dios, a las órdenes del dios del cielo, controlaba el curso de la luna.
Las divinidades «no creadoras», sujetas a la autoridad de las «creadoras», regían el destino de los astros, tutelaban las ciudades, velaban por el ser humano, o supervisaban los rebaños; así, la realidad adquiría el aspecto del «cosmos encantado» sujeto a la autoridad divina. Cuando los dioses creadores querían dar origen a cualquier entidad se valían del poder que tenía la palabra divina, es decir, concebían la idea y pronunciaban el nombre; el dios del cielo concebía la idea de la luna, después pronunciaba el nombre, y la luna aparecía en la bóveda celeste. En definitiva, la idea del cosmos, elaborada por la ciencia mesopotámica, era una entidad encantada y amalgamada con los dioses que determinaban su funcionamiento. El cosmos era la realidad ordenada que permitía la existencia del hombre, siervo de los dioses; más allá del cosmos y en contraposición con él, rugía el caos, eco del «mar primigenio», el ámbito donde no era posible la vida humana ni el desarrollo social ; era una amenaza para el «cosmos», pues tal como lo había engendrado podía engullirlo y poner fin a la existencia humana.
En consonancia con la ciencia oriental, anclada en la tradición sumerio-acadia y transmitida por los amorreos, la Biblia percibe un cosmos pequeño. La tierra constituía una superficie plana. Conformaba un continente sostenido sobre columnas que al temblar provocaban terremotos (Sal 75,4; Job 9,6). Las columnas de la tierra se sostenían , a su vez, sobre el abismo de un mar situado bajo la superficie terrestre (Sal 24,2). Debajo de la tierra y entre las columnas que la sostenían, destacaba un habitáculo llamado «Sheol», eco del Kur de la tradición sumerio-acadia (Gn 37,35); el Sheol era, como expondremos en capítulos posteriores, el ámbito donde descansaban las sombras de los difuntos. Bajo la superficie de la tierra destacaba un inmenso depósito de agua que alimentaba los mares, las fuentes, y los ríos (Prov 8,28). Los extremos de la superficie terrestre veían erguirse altas montañas, las columnas del cielo (Job 26,11), que sostenían una campana transparente: el firmamento (Gn 1,6-10). Sobre la superficie del firmamento reposaba una gran masa de agua, «las aguas de encima del firmamento» (Gn 1,7); y a lo largo del mismo existían las «compuertas del cielo» (Is 24,18) que, al abrirse por orden de Dios, propiciaban la lluvia (Mal 3,10).
El firmamento desempeñaba una doble función. En primer lugar, separaba las aguas de la superficie de la tierra (mares, lagos, ríos, fuentes) de las aguas situadas sobre el firmamento que ocasionaban la lluvia (Gn 1,6). En segundo término, sostenía el sol, la luna, y las estrellas (Gn 1,14-18). Como señala la Escritura, el sol y la luna, no son dioses, sino que penden del firmamento «para separar el día de la noche, y servir de señales para distinguir las estaciones, los días y los años» (Gn 1,14); también desempeñan la tarea de «alumbrar la tierra» (Gn 1,15 ). El sol durante el día y la luna por la noche recorrían la campana del firmamento. Las aguas emplazadas sobre el firmamento estaban a su vez recubiertas por otra superficie sólida que envolvía todo el cosmos (Gn 1,6). Más allá de esta segunda cubierta; o sea, más allá del cosmos, estaba la morada divina , el trono del Señor, inaccesible para el ser humano (Ez 1,22.26; 10,1).
La superficie terrestre veía crecer las plantas; pues, a la orden de Dios, y a tenor de la mentalidad antigua , «la tierra hizo brotar hierba verde que engendraba semilla según su especia, y árboles que dan fruto» (Gn 1,12). Después , el Señor determinó que bulleran las aguas de seres vivientes, y que los pájaros volaran sobre la tierra»; a continuación, creó los grandes cetáceos; acto seguido, dio origen a los animales terrestres, y finalmente, al ser humano (Gn 1,11-27).
Cuando comparamos la visión bíblica del cosmos con la representación mesopotámica, apreciamos la semejanza estructural; en ambas el cosmos tiene tres partes (firmamento, tierra, sheol/ kur), y contemplan al hombre sobre la superficie terrestre, rodeado de animales y vegetales. Sin duda, cuando los autores bíblicos compusieron los relatos de creación, tenían presente la perspectiva con que la ciencia oriental entendía el universo. Sin embargo, los redactores bíblicos contemplaron la ciencia mesopotámica desde los parámetros de la fe israelita.
Mientras la tradición mesopotámica es politeísta, conformada por Cuando comparamos la visión bíblica del cosmos con la representación mesopotámica, apreciamos la semejanza estructural; en ambas el cosmos tiene tres partes (firmamento, tierra, sheol/ kur), y contemplan al hombre sobre la superficie terrestre, rodeado de animales y vegetales. Sin duda, cuando los autores bíblicos compusieron los relatos de creación, tenían presente la perspectiva con que la ciencia oriental entendía el universo. Sin embargo, los redactores bíblicos contemplaron la ciencia mesopotámica desde los parámetros de la fe israelita.
Mientras la tradición mesopotámica es politeísta, conformada por dioses «creadores» y «no creadores», la perspectiva bíblica señala la existencia de un solo Dios que crea el cosmos entero (Gn 1,1-31). La Escritura aplica el término «crear» tan solo a la actuación de Dios; el hombre construye o fabrica, pero solo Dios crea. Cuando la Biblia sentencia que Dios es el creador de todo, certifica que en el hondón del universo y en el alma de cada persona no anida el vacío, sino la actuación divina que desea el bien del cosmos y del ser humano (Is 40,28; 41,20). Como hemos expuesto, los dioses mesopotámicos se identifican con las entidades cósmicas, Sol o Luna, y sus funciones, alumbrar o moverse; en cambio el Dios bíblico, aunque haya creado el cosmos no se confunde con la realidad creada (Is 40,12-26; 44,6). Las divinidades orientales modelaban al hombre para someterlo a su capricho; en cambio la Escritura enfatiza que Dios crea al hombre a su imagen y semejanza (Gn 1,26) para que Oriente , según el designio divino, el destino del cosmos: «llenad la tierra y sometedla; dominad sobre [...] todos los animales que se mueven en la tierra» (Gn 1,28). En último término, la tradición mesopotámica entendía que el cosmos «se sostenía sobre el mar primigenio», pero según la Escritura «está sostenido en las manos de Dios» (Sal 8); mediante esta metáfora, la Biblia desvela que bajo el aspecto del cosmos «late el proyecto de Dios en favor del ser humano» (Rom 8,18-23).
En definitiva, los autores bíblicos recogieron las características que la ciencia mesopotámica confería al universo y al ser humano; pero los contemplaron desde la óptica de la religión israelita, así percibieron que en el hondón del cosmos y en el corazón del hombre palpita el proyecto divino en bien de la humanidad. El cosmos, la vida y el hombre brotaban del designio divino y adquirían un sentido, pues el hombre , creado a «imagen y semejanza de Dios» (Gn 1,26), debía cuidar del cosmos (Gn 1,28) hasta el día final en que amaneciera «el cielo nuevo y la tierra nueva» (Ap 21,1), metáfora de la humanidad asentada en la plena comunión con Dios, guía de la historia (Is 41,1-5).

carlos adrian gomez burgara
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