miércoles, 10 de febrero de 2021

SINUHé, EL EGIPCIO


SINUHé, EL EGIPCIO

Mika Waltari  

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Fragmento

 

LIBRO PRIMERO

 

LA CESTA DE CAÑAS

 

1

 

Yo, Sinuhé, hijo de Senmut y de su esposa Kipa, he escrito este libro. No para cantar las alabanzas de los dioses del país de Kemi, porque estoy cansado de los dioses. No para alabar a los faraones, porque estoy cansado de sus actos. Escribo para mí solo. No para halagar a los dioses, no para halagar a los reyes, ni por miedo del porvenir ni por esperanza. Porque durante mi vida he sufrido tantas pruebas y pérdidas que el vano temor no puede atormentarme y cansado estoy de la esperanza en la inmortalidad como lo estoy de los dioses y de los reyes. Es, pues, para mí solo para quien escribo, y sobre este punto creo diferenciarme de todos los escritores pasados o futuros.

Porque todo lo que se ha escrito hasta ahora lo fue para los dioses o para los hombres. Y sitúo entonces a los faraones también entre los hombres porque son nuestros semejantes en el odio y en el temor, en la pasión y en las decepciones. No se distinguen en nada de nosotros, aun cuando se sitúen mil veces entre los dioses. Son hombres semejantes a los demás. Tienen el poder de satisfacer su odio y de escapar a su temor, pero este poder no les salva de la pasión ni las decepciones, y cuanto ha sido escrito lo ha sido por orden de los reyes, para halagar a los dioses o para inducir fraudulentamente a los hombres a creer en lo que no ha ocurrido. O bien para pensar que todo ha ocurrido de manera diferente de la verdad. En este sentido afirmo que desde el pasado más remoto hasta nuestros días todo lo que ha sido escrito se escribió para los dioses y para los hombres.

Todo vuelve a empezar y nada hay nuevo bajo el sol; el hombre no cambia aun cuando cambien sus hábitos y las palabras de su lengua. Los hombres revolotean alrededor de la mentira como las moscas alrededor de un panal de miel, y las palabras del narrador embalsaman como el incienso, pese a que esté en cuclillas sobre el estiércol en la esquina de la calle; pero los hombres rehúyen la verdad.

Yo, Sinuhé, hijo de Senmut, en mis días de vejez y de decepción estoy hastiado de la mentira. Por esto escribo para mí solo lo que he visto con mis propios ojos o comprobado como verdad. En esto me diferencio de cuantos han vivido antes que yo o vivirán después de mí. Porque el hombre que escribe y, más aún, el que hace grabar su nombre y sus actos sobre la piedra, vive con la esperanza de que sus palabras serán leídas y que la posteridad glorificará sus actos y su cordura. Pero nada hay que elogiar en mis palabras; mis actos son indignos de elogio, mi ciencia es amarga para el corazón y no complace a nadie. Los niños no escribirán mis frases sobre la tablilla de arcilla para ejercitarse en la escritura. Los hombres no repetirán mis palabras para enriquecerse con mi saber. Porque he renunciado a toda esperanza de ser jamás leído o comprendido.

En su maldad, el hombre es más cruel y más endurecido que el cocodrilo del río. Su corazón es más duro que la piedra. Su vanidad, más ligera que el polvo de los caminos. Sumérgelo en el río; una vez secas sus vestiduras, será el mismo de antes. Sumérgelo en el dolor y la decepción; cuando salga será el mismo de antes. He visto muchos cataclismos en mi vida, pero todo está como antes y el hombre no ha cambiado. Hay también gente que dice que lo que ocurre nunca es semejante a lo que ocurrió, pero esto no son más que vanas palabras.

Yo, Sinuhé, he visto a un hijo asesinar a su padre en la esquina de una calle. He visto a los pobres levantarse contra los ricos, los dioses contra otros dioses. He visto a un hombre que había bebido vino en copas de oro inclinarse sobre el río para beber agua con la mano. Los que habían pesado el oro mendigaban por las callejuelas, y sus mujeres, para procurar pan a sus hijos, se vendían por un brazalete de cobre a negros pintarrajeados.

No ha ocurrido, pues, nada nuevo ante mis ojos, pero todo lo que ha sucedido acaecerá también en el porvenir. Lo mismo que el hombre no ha cambiado hasta ahora, tampoco cambiará en el porvenir. Los que me sigan serán semejantes a los que me han precedido. ¿Cómo podrían, pues, comprender mi ciencia? ¿Por qué desearía yo que leyesen mis palabras?

Pero yo, Sinuhé, escribo para mí, porque el saber me roe el corazón como un ácido y he perdido todo el júbilo de vivir. Empiezo a escribir durante el tercer año de mi destierro en las playas de los mares orientales, donde los navíos se hacen a la mar hacia las tierras de Punt, cerca del desierto, cerca de las montañas donde antaño los reyes extraían la piedra para sus estatuas. Escribo porque el vino me es amargo al paladar. Escribo porque he perdido el deseo de divertirme con las mujeres, y ni el jardín ni el estanque de los peces causan regocijo a mis ojos. Durante las frías noches de invierno, una muchacha negra calienta mi lecho, pero no hallo con ella ningún placer. He echado a los cantores, y el ruido de los instrumentos de cuerda y de las flautas destroza mis oídos. Por esto escribo yo, Sinuhé, que no sé qué hacer de las riquezas ni de las copas de oro, de la mirra, del ébano y del marfil.

Porque poseo todos estos bienes y de nada he sido despojado. Mis esclavos siguen temiendo mi bastón, y los guardianes bajan la cabeza y ponen sus manos sobre las rodillas cuando yo paso. Pero mis pasos han sido limitados y jamás un navío abordará en la resaca. Por esto yo, Sinuhé, no volveré a respirar jamás el perfume de la tierra negra durante las noches de primavera, y por esto escribo.

Y, sin embargo, mi nombre estuvo un día escrito en el libro de oro del faraón, y habitaba el palacio dorado a la derecha del rey. Mi palabra tenía más peso que la de los poderosos del país de Kemi; los nobles me enviaban regalos, y collares de oro adornaban mi cuello. Tenía cuanto un hombre puede desear, pero yo deseaba más de lo que un hombre puede obtener. He aquí por qué estoy en este lugar. Fui desterrado de Tebas en el sexto año del reinado de Horemheb, con la amenaza de ser matado como un perro si osaba volver, ser aplastado como una rana entre dos piedras si jamás ponía el pie fuera de la tierra que me ha sido fijada como residencia. Tal es la orden del rey, del faraón que fue un día mi amigo.

Pero ¿puede acaso esperarse otra cosa de un hombre de baja extracción que ha hecho borrar los nombres de los reyes en la lista de sus antecesores para sustituirlos por los de sus parientes? He visto su coronación. He visto colocar sobre su cabeza la tiara roja y la tiara blanca. Y seis años después me desterró. Pero, según el cálculo de los escribas, era el trigésimo segundo año de su reinado. Cuanto se escribió entonces y ahora, ¿no es acaso ajeno a la verdad?

A aquel que vivía de la verdad lo he despreciado durante su vida a causa de su debilidad, y he vuelto a encontrar el terror que sembraba en el país de Kemi a causa de su verdad. Ahora su venganza pesa sobre mí porque yo también quiero vivir en la verdad, no por su dios, sino por mí mismo. La verdad es un cuchillo afilado, la verdad es una llaga incurable, la verdad es un ácido corrosivo. Por esto durante los días de su juventud y de su fuerza, el hombre huye de la verdad hacia las casas de placer y se ciega con el trabajo y con una actividad febril, con viajes y diversiones, con el poder y las destrucciones. Pero viene un día en que la verdad lo atraviesa como un venablo y ya no siente más el júbilo de pensar o trabajar con sus manos, sino que se encuentra solo, en medio de sus semejantes, y los dioses no aportan ningún alivio a su soledad. Yo, Sinuhé, escribo esto con plena conciencia de que mis actos han sido malos y mis caminos injustos, pero también con la certidumbre de que alguien obtendrá de ello una lección para sí si por casualidad me leyere. Por esto escribo para mí mismo. ¡Que otros borren sus pecados en el agua sagrada de Amón! Yo, Sinuhé, me purifico escribiendo mis actos. ¡Que otros hagan pesar las mentiras de su corazón en las balanzas de Osiris! Yo, Sinuhé, peso mi corazón con una brizna de junco.

Pero antes de comenzar mi libro dejaré que mi corazón exhale su llanto. He aquí cómo mi corazón de desterrado lamenta su dolor:

Que el que ha bebido una vez agua del Nilo aspire a volver a ver el Nilo, porque ninguna otra agua apagará su sed.

Que el que ha nacido en Tebas aspire a volver a Tebas, porque en el mundo no existe ninguna otra villa parecida a esta. Que el que ha nacido en una callejuela tebana aspire a volver a ver esta callejuela; en un palacio de cedro echará de menos su cabaña de arcilla; en el perfume de la mirra y de los buenos ungüentos aspira el olor del fuego de boñiga seca y del pescado frito.

Cambiaría mi copa de oro por el tarro de arcilla del pobre si tan solo pudiese hollar de nuevo el suave terruño del país de Kemi. Cambiaría mis vestiduras de lino por la piel endurecida del esclavo si tan solo pudiese oír aún el murmullo de los cañaverales del río bajo la brisa de la primavera.

El Nilo se desborda, como joyas las villas emergen de su agua verde, las golondrinas vuelven, las grullas caminan por el fango, pero yo estoy ausente. ¿Por qué no seré una golondrina, por qué no seré una grulla de alas vigorosas para poder volar ante las barbas de mis guardianes hacia el país de Kemi?

Construiría mi nido sobre las columnas policromadas del templo de Amón, en el resplandor fulgurante y dorado de los obeliscos, en el perfume del incienso y de las víctimas de los sacrificios. Construiría mi nido sobre el techo de una pobre cabaña de barro. Los bueyes tiran de las carretas, los artesanos pegan el papel de caña, los mercaderes vocean sus mercancías, el escarabajo va empujando su bola de estiércol sobre el camino empedrado.

Clara era el agua de mi juventud, dulce era mi locura. Amargo y ácido es el vino de mi vejez, y el pan de miel más exquisito no vale el duro mendrugo de mi pobreza. ¡Años, dad la vuelta y volved! ¡Amón, recorre el cielo de Poniente a Levante a fin de que vuelva a encontrar mi juventud! No puedo cambiar una sola palabra, no puedo modificar ningún acto. ¡Oh, esbelta pluma de caña, oh, suave papel de caña, devolvedme mis vanas acciones, mi juventud y mi locura!

He aquí lo que ha escrito Sinuhé, desterrado, más pobre que todos los pobres del país de Kemi.

 

2

 

Senmut, a quien yo llamaba mi padre, era médico de los pobres en Tebas. Kipa, a quien yo llamaba mi madre, era su esposa. No tenían hijos. En los días de su vejez me recogieron. En su simplicidad decían que yo era un regalo de los dioses, sin que pudieran darse cuenta de todas las calamidades que este regalo les iba a causar. Kipa me llamó Sinuhé según una leyenda, porque le gustaban las narraciones y pensaba que también yo había llegado huyendo de los peligros, como Sinuhé el legendario que, habiendo escuchado por descuido un terrible secreto en la tienda del faraón, huyó a países extranjeros donde vivió largos años y tuvo toda clase de aventuras.

Pero no era más que un producto de su imaginación infantil, y esperaba que sabría huir de los peligros para evitar los fracasos. Por esto me llamó Sinuhé. Pero los sacerdotes de Amón decían que era un presagio. Acaso fuera esta la razón por la cual mi nombre me llevó a peligros y aventuras en tierras extranjeras. Mi nombre me valió conocer terribles secretos, secretos de reyes y sus esposas, que pueden acarrear la muerte. Finalmente, mi nombre hizo de mí un desterrado.

Pero la idea de la buena Kipa al bautizarme así no es más infantil que imaginarse que el nombre ejerce alguna influencia sobre el destino del hombre. Mi suerte hubiera sido la misma si me hubiese llamado Kepru, Kafrán o Mosé, estoy convencido. No se puede, sin embargo, negar que Sinuhé fue desterrado, mientras Heb, el hijo del halcón, era coronado con la doble corona bajo el nombre de Horemheb como soberano del Alto y Bajo País. Por esto cada uno es libre de pensar lo que quiera sobre el presagio de los nombres. Cada cual busca en sus creencias un consuelo a las contrariedades y reveses de la vida.

Nací durante el reinado del gran faraón Amenhotep III, y el mismo año nació Aquel que quiso vivir de la verdad y cuyo nombre no debe ser pronunciado porque es un nombre maldito, aun cuando entonces no lo supiese nadie. Por esto una gran alegría reinó en el palacio cuando su nacimiento, y el rey ofreció grandes sacrificios en el gran templo de Amón, y el pueblo se regocijaba sin darse cuenta de lo que iba a ocurrir. La reina Tii había esperado en vano un hijo pese a que hubiese sido la real esposa durante veintidós años y que su nombre hubiese sido grabado al lado del rey en templos y estatuas. Por esto Aquel cuyo nombre no debe ser ya mencionado fue proclamado solemnemente heredero del poder real en cuanto los sacerdotes lo hubieron circuncidado.

Pero él nació en primavera, en la época de las siembras, mientras yo había venido al mundo el otoño precedente, en la más fuerte de las inundaciones. Pero ignoro la fecha de mi nacimiento porque llegué por el Nilo en una pequeña cesta de cañas calafateada con pez, y mi madre me encontró en los cañaverales de la ribera, en el umbral de su casa, donde me había depositado la crecida del río. Las golondrinas acababan de llegar y piaban sobre mi cabeza, pero yo permanecía silencioso y me creyó muerto. Se me llevó a casa y me calentó cerca del hogar y me sopló en la boca hasta que comencé a llorar.

Mi padre regresó de visitar a sus enfermos y trajo dos patos y un celemín de harina. Oyó mi llanto y creyó que Kipa había encontrado un gatito y comenzó a dirigirle reproches. Pero mi madre dijo:

—No es un gato, he recibido un hijo. ¡Regocíjate, Senmut, marido mío, porque tenemos un hijo!

Mi padre se enfadó y la trató de lechuza, pero Kipa le mostró mi desnudez y se compadeció. Así fue como me adoptaron y Kipa hizo creer a los vecinos que había dado a luz. Era una falsa vanidad y no sé si fueron muchos los que lo creyeron. Pero Kipa suspendió la cesta de cañas en el techo, sobre mi cuna. Mi padre tomó su mejor vaso de cobre y me llevó al templo para inscribirme entre los vivos como hijo suyo y de Kipa. Él mismo procedió a mi circuncisión, porque era médico y temía la cuchilla de los sacerdotes que deja llagas purulentas. Por esto no permitió que los sacerdotes me tocaran. Pero acaso lo hiciese también por economía, porque, siendo como era médico de pobres, distaba mucho de ser rico.

Cierto es que todas estas cosas me han sido referidas por mi padre y por mi madre y no las he visto ni oído, pero no tengo ninguna razón para creer que me hayan engañado. Durante toda mi infancia creí siempre que eran mis verdaderos padres y ningún dolor ensombreció mis días. No me dijeron la verdad hasta que me cortaron mis bucles de niño y me convertí en un adolescente. Lo hicieron porque temían y respetaban a los dioses, y mi padre no quería que viviese toda mi vida en la mentira.

Pero jamás pude saber de dónde había venido ni quiénes eran mis verdaderos padres. Creo, sin embargo, poder adivinarlo por lo que explicaré más tarde, aun cuando no sea más que una mera suposición.

Lo que sí sé seguro es que no soy el único en haber bajado por el Nilo en una cuna calafateada con pez. Tebas, con sus templos y sus palacios, era en efecto una gran ciudad y las cabañas de los pobres se extendían hasta el infinito, alrededor de los templos y los palacios. En los tiempos de los grandes faraones, Egipto había sometido a muchos países y con la grandeza y las riquezas las costumbres habían evolucionado; los extranjeros acudieron a Tebas como mercaderes y artesanos y edificaron también templos a sus dioses. De la misma manera que el lujo, la riqueza y el esplendor reinaban en los palacios y los templos, la pobreza asediaba las cabañas de sus alrededores. Muchos pobres abandonaban a sus hijos y más de una esposa rica, cuyo marido estaba de viaje, confiaba al río el fruto de sus ilícitos amores. Yo había sido quizá abandonado por la esposa de un pescador que había engañado a su marido con un mercader sirio; acaso fuese hijo de extranjeros, puesto que no me habían circuncidado a mi nacimiento. Cuando me hubieron cortado mis bucles y mi madre los hubo encerrado en un cofre de madera con mi primera sandalia, contemplé durante largo rato la barquita de cañas que me mostraba. Las cañas estaban amarillentas y rotas, sucias por el hollín del hogar. Las cañas estaban sujetas con nudos de pajarero; esto era lo único que revelaba a mis padres. Así fue como mi corazón recibió la primera herida.

 

3

 

Al aproximarse la vejez, mi espíritu goza volando como un pájaro hacia los días de mi infancia. En mi memoria mi infancia brilla con un resplandor maravilloso, como si entonces todo hubiese sido mejor y más bello que ahora. Sobre este punto no hay diferencia entre ricos y pobres porque no hay ciertamente nadie, por pobre que sea, cuya infancia no encierre algún destello de júbilo y de luz al evocarla en sus viejos días.

Mi padre Senmut vivía cerca de los muros del templo, en el barrio bullicioso y pobre de la villa. No lejos de su casa se extendían los muelles de río arriba donde los barcos del Nilo descargaban sus mercancías. En los callejones estrechos los tugurios de vino y de cerveza acogían a los marineros, y había también casas de lenocinio a las que algunas veces los ricos de la villa se hacían llevar en sus literas. Nuestros vecinos eran preceptores, suboficiales, patronos de barcas y algunos sacerdotes de quinto orden. Estos formaban con mi padre la aristocracia de este barrio pobre, de la misma manera que un muro emerge sobre la superficie del agua.

Nuestra casa era vasta en comparación con las casuchas de barro que flanqueaban en hileras desoladas los estrechos callejones. Teníamos incluso un jardincillo de algunos pasos en el que crecía un sicómoro plantado por mi padre. Matojos de acacias lo separaban de la calle y había una especie de estanque de piedra que solo se llenaba de agua cuando las crecidas del río. Teníamos cuatro habitaciones en una de las cuales mi madre preparaba la comida. Esta la tomábamos en la terraza, a la que se tenía acceso también desde el gabinete de consulta de mi padre. Dos veces por semana ayudaba a mi madre una mujer de faenas, porque le gustaba el aseo. Una lavandera iba a buscar la ropa sucia una vez por semana para ir a lavarla al río.

En este suburbio pobre, agitado e invadido por los extranjeros y cuya corrupción solo me fue revelada durante mi adolescencia, mi padre y sus vecinos representaban las tradiciones y las viejas costumbres respetables. Cuando las costumbres se habían relajado ya en la ciudad entre los ricos y los nobles, él y sus vecinos permanecían imperturbablemente aferrados al viejo Egipto, al respeto de los dioses, a la limpieza de corazón y al desinterés. Parecía que, en oposición a su barrio y a las gentes en medio de las cuales tenían que vivir y ejercer su profesión, quisiesen subrayar con sus costumbres y su actitud el hecho de no pertenecer a la misma clase.

Pero ¿a qué contar estas cosas que no he comprendido hasta más tarde? ¿Por qué no evocar en su lugar el tronco rugoso del sicómoro y el ruido de sus hojas mientras me resguardaba bajo su sombra del ardor del sol? ¿Por qué no recordar mi mejor juguete, un cocodrilo de madera que yo arrastraba con un cordel por la calle empedrada, abriendo su boca pintada de rojo? Los hijos de los vecinos se detenían llenos de admiración. Me procuré muchos bizcochos de miel, muchas piedras brillantes y muchos hilos de cobre dejándolos jugar con el cocodrilo. Solo los hijos de los nobles poseían juguetes parecidos, pero mi padre lo había recibido de un carpintero real a quien curó un absceso que le impedía sentarse.

Por la mañana mi madre me llevaba al mercado. No tenía gran cosa que comprar, pero podía consagrar el tiempo de una clepsidra regateando un manojo de cebollas, o una semana entera para la elección de un par de zapatos. Se adivinaba por sus palabras que estaba en situación desahogada y que no quería más que primera calidad. Pero si no compraba todo lo que cautivaba su mirada era porque quería educarme en un espíritu de economía. Como ella decía: «El rico no es el que posee oro y plata, sino el que se contenta con poco». Así hablaba, pero al mismo tiempo sus ojos cansados admiraban las telas de lana de colores de Sidón y de Biblos, leves y ligeras como plumas. Sus manos oscuras y endurecidas por los trabajos acariciaban las joyas de marfil y las plumas de avestruz. Todo aquello no era más que vanidad y cosas superfluas, asegurábase a sí misma. Pero mi espíritu infantil se rebelaba contra estas enseñanzas y hubiera querido poseer un mono que pasara sus brazos alrededor del cuello de su dueño o un pájaro de brillante plumaje que gritara palabras sirias o egipcias. Tampoco hubiese tenido nada que decir contra unos collares o unas sandalias de hebilla dorada. Solo mucho más tarde comprendí que la pobre Kipa quiso apasionadamente ser ric



carlos adrian gomez burgara
carlosadrian@inbox.ru

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