Jonás
No hay motivo para dudar que Jonás es el mismo profeta hijo de Amati o Amitai (cf. 1, 1) que en tiempo de Jeroboam II (783-743 a. C.) predijo una victoria sobre los asirios (IV Rey. 14, 25). La tradición judía cree que fue también el que ungió al rey Jehú por encargo del profeta Eliseo (IV Rey. 9, 1 ss.).
Los cuatro capítulos del Libro no son profecía propiamente dicha, sino más bien relato -probablemente escrito por el mismo Jonás, aunque habla en tercera persona- de un viaje del profeta a Nínive y de las dramáticas aventuras que le ocurrieron con motivo de aquella misión. Sin embargo, tomados en conjunto, revisten carácter profético, como lo atestigua el mismo Jesucristo en Mt. 12, 40, estableciendo al mismo tiempo la historicidad de Jonás, que algunos han querido mirar como simple parábola (cf. 2, 1 y nota). San Jerónimo, empleando un juego de palabras, dice que "Jonás, la hermosa paloma (yoná significa en hebreo paloma), fue en su naufragio figura profética de la muerte de Jesucristo. El movió a penitencia al mundo pagano de Nínive y le anunció la salud venidera".
La nota característica de esta emocionante historia consiste en la concepción universalista del reino de Dios y en la anticipación del Evangelio de la misericordia del Padre Celestial, "que es bueno con los desagradecidos y malos" (Lc. 6, 35). El caso de Jonás encierra así un vivo reproche, tanto para los que consideran el reino de Dios como una cosa reservada para ellos solos, cuanto para los que se escandalizan de que la divina bondad supere a lo que el hombre es capaz de concebir.
En cuanto a la personalidad de Jonás, para formarse de ella un concepto exacto ha de tenerse presente que Dios no se propone aquí ofrecernos un ejemplo de vida santa, ni de celo en la predicación, ni de sabiduría, como en Jeremías, Ezequiel o Daniel, sino, a la inversa, mostrarnos la lección de sus yerros. La labor profética de Jonás en este Libro, se limita a un versículo (3, 4), donde anuncia y repite escuetamente que Nínive será destruida, sin exponer doctrina, ni formular siquiera un llamado a la conversión. Y en cuanto a la actuación y conducta personal del profeta, vemos que empieza con una desobediencia (1, 3) y que, no obstante la gran prueba que sufre y de la cual Dios lo salva (cap. 2), termina con dos distintos accesos de ira (4, 4 y 8), uno por falta de misericordia hacia los pecadores (cf. 2, 9 y nota) y el otro por falta de resignación. Lejos, pues, de proponérnoslo Dios como tipo de imitación, la enseñanza del Libro consiste, al contrario, en descubrirnos al desnudo las debilidades del profeta; lo cual es ciertamente un espejo precioso para que aprendamos a reconocer que las miserias nuestras no son menores que las de Jonás, y lo imitemos, eso sí, en la rectitud con que se declara culpable (1, 12) y en la confianza que manifiesta su hermosa plegaria del cap. 2.
La imagen de Jonás se usaba ya en las catacumbas como figura de Cristo, que fue "muerto y sepultado y al tercer día resucitó de entre los muertos", y cuya resurrección es prenda de la nuestra. Jonás es también tipo de nuestro Salvador en cuanto Enviado que desde Israel trajo la salvación a los gentiles (Lc. 2, 32) y representa de este modo la vocación apostólica del pueblo de Dios.
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